Detesto la política
Detesto la política. Tampoco me gusta hablar de ella o de los que la ejercen, pero a veces no me queda más remedio. Por ejemplo, en la megamarcha del 31 de enero en la Ciudad de México para protestar contra la carestía y los bajos salarios hubo un oportunista, además de Andrés Manuel López Obrador.
Se trató de un cilindrero (músico que toca un artilugio mecánico haciendo girar la manivela del mismo) que se colocó a la mitad del arroyo vehicular en plena Avenida Juárez, muy cerca del Paseo de la Reforma, con dos ayudantes, para pedir una cooperación a los manifestantes.
Para la ocasión adornó su cilindro con banderitas alusivas a la marcha. Y es que para pedir, toda ocasión es buena.
El otro oportunista fue, como ya dije, López Obrador, el autoproclamado “presidente legitimo” de México, que pese a la inconformidad de los organizadores de la marcha decidió unirse a ella para tratar de capitalizar políticamente un movimiento que le es ajeno y hostil.
No sé si sentí vergüenza ajena por él o más bien me dio risa. Me recordó una película de Charles Chaplin en donde el infeliz Charlot se sitúa sin darse cuenta al frente de una manifestación y la policía cree que él la encabeza.
En fin, no quería hablar de política, pero si un cilindrero se mete a hacer política interesada en medio de una manifestación, por qué yo no.
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